LA NIÑA DEL PRIMER VAGÓN Juan Calderón Matador
La niña del primer vagón llevaba
el mar guardado en su mirada. Cada mañana, camino del colegio yo, con mis doce
años recién estrenados y dos hilitos por piernas asomando bajo el pantalón
corto, apenas me atrevía a mirarla; ella sin embargo, con la mujer amaneciendo
ya bajo la blusa, parecía no sentir
timidez ante mi presencia y cada vez que levantaba los ojos me encontraba
con los suyos, fijos en mi rostro de pánfilo, que así era como imaginaba que
ella me vería.
Merceditas, acompañada de su madre,
subía al primer vagón del Metro en la parada de la Plaza de Roma; mi tía Margarita y yo lo hacíamos una
estación antes, en Ventas. A fuerza de
coincidir un día tras otro, las dos mujeres fueron cogiendo confianza y tan
pronto como se veían comenzaban a charlar. Era entonces cuando nosotros
iniciábamos el juego de miradas. Yo me adentraba en el oleaje de sus pupilas y
no tardaba en verme convertido en bravo bucanero, surcando la ruta que llevaba
directamente a su corazón. Merceditas, en la proa de su galeote, entregaba los
rizos dorados de su cabello al capricho del viento y éste los hacía volar, como
si fuesen banderas haciéndome señales de bienvenida. Luego me recibía en su
camarote, tendida entre cojines adamascados y
la acariciaba suavemente, recorriendo las montañitas de su pecho con la
yema de un dedo, o calculando las pulgadas de su cintura, tan breve que cabía
entre mis dos manos. Pero entonces llegábamos a la estación de Sol, donde
Merceditas y su madre hacían trasbordo, y mi fantasía se desmoronaba al verme
reflejado en el cristal de la ventanilla con las mejillas rojas y mi asqueroso acné. Era el peor momento del día.
Ella se despedía –hasta mañana–, y yo nunca acertaba a contestarle, por eso me
odiaba a mi mismo y pasaba el resto del tiempo sumido en su recuerdo. Al día
siguiente la situación se repetía y volvía a fantasear, convirtiéndome en los
más inverosímiles personajes para conquistarla.
Una mañana, Merceditas abrió su
cartera y extrajo un cucurucho de papel de estraza. Como si de una maga se
tratase, introdujo, con mucha ceremonia, su mano en el interior y al sacarla,
enredadas entre sus dedos aparecieron, rojas y apetitosas, las cerezas
tempranas que había cogido para mí en la cocina de su casa. Lástima que aquel
gesto, que me bañó en almíbar, viniese acompañado de una noticia tan de hiel y
dolor: Aquella sería la última vez que mi amiga viajaría en la Línea Dos. Sus
padres habían adquirido un piso muy lejos de allí, en el barrio de La Latina, y
yo creí que la vida se me iría tras ella cuando bajó del tren y, con la mano,
me dijo adiós desde el andén.
Todo era noche en mi existencia,
pero un buen día regresó el sol a través del teléfono. Al otro lado del
auricular, Merceditas dijo que había pensado un plan para que nos pudiésemos
seguir viendo. Desde entonces, cada domingo, cuando en casa pensaban que
jugábamos en la calle, nos reuníamos en el andén de la estación La Latina. No
era nada fácil conseguir las monedas necesarias para comprar el billete, mas
nos privábamos de cualquier capricho para poder encontrarnos. Allí, viendo
pasar trenes, jugamos por primera vez y durante mucho tiempo al juego más
hermoso: el del amor.
La vida, sin embargo, decidió por
nosotros y puso entre nuestros sentimientos una distancia mucho mayor. El padre
de Merceditas fue trasladado nuevamente, esta vez a una lejana isla, Palma de
Mallorca. El día que me lo dijo fue el último que nos vimos, y al despedirnos
me permitió darle el único beso que ha existido entre los dos.